lunes, 10 de noviembre de 2008

Capítulo 4

...Y salir para que la luz me ciegue


Con los ojos cerrados, oí a mi hermano gritar mi nombre, con voz de desesperación. Mi cuerpo se había quedado rígido, como si mis músculos fueran piedra. Noté que tiraban de mí, con fuerza, deshaciéndome así de mi pesadilla. Caí al suelo, sin poder abrir los ojos.

Segundos después, pequeña mano de Gering me recogía el pelo de la cara, y yo abrí los ojos. El niño me miró con cara asustada, abriendo sus ojos como platos, dejando que un suspiro de sorpresa saliera de su boca. Al acto, Herz me miró: “No puede ser…”. Con estas palabras, me incorporé y me miré en el espejo, donde ya no salía luz. Lo que vi me dejó perpleja. Siempre había tenido los ojos marrones, como los de mi padre, profundos y oscuros. Esta vez, el derecho no tenía el mismo color. En su lugar, tenía un ojo de un color azulado, casi púrpura. Me fijé con más atención, y vi que nada se reflejaba en él. Era como el ojo de un cadáver, carente de expresión y sin vida. Entonces recordé que una vez había visto uno igual, cuando a mi hermano le regalaron un títere para su séptimo cumpleaños. Era muy pequeño, y vestía ropa de espantapájaros. Tenía dos cristales en forma de óvalo a modo de ojos, de un azul celeste casi inhumano. Le encantaba aquel muñeco, pero un día, al llegar a casa después de un largo paseo por el bosque, se puso a llorar diciéndole a mi madre que lo había perdido. Pasamos horas buscándolo inútilmente, hasta que por fin nos dimos por vencido. Hacía ya mucho tiempo de aquello, pero lo recuerdo con asombrosa claridad.
Herz se me acercó, observándome detenidamente. Yo seguía en el suelo, al lado del espejo. Se agachó hasta la altura de mis ojos. Puso sus manos en mis sienes, que yo notaba ardiendo por culpa del espanto. Me miró fijamente durante interminables segundos. Finalmente, mi impaciencia pudo conmigo y grité: ¿Qué me ha pasado? Herz apartó las manos lentamente, casi acariciándome, y se las llevó a la cabeza, como cuando se pone nervioso y no sabe qué hacer. No hacía falta que me dijera nada, le conocía bien y sabía por su reacción que, fuera cual fuera el hechizo que se había apoderado de mi, no me dejaría seguir viviendo mucho tiempo…

Herz se levantó y se dirigió hasta donde estaba Gering. Le dijo que, puesto que ya había amanecido, fuera a buscar algo para desayunar. Le dio una moneda y el niño se fue corriendo de la habitación. Herz miró momentáneamente al suelo, sin saber qué decir. Yo intenté ponerme de pie, con dificultad. Al verme, Herz se acercó a mí y me sujetó antes de que perdiera el equilibrio. Me ayudó a sentarme en la cama, que produjo un sonido parecido a un grito. Cogió mi mano vendada, que todavía me dolía a horrores. ‘¿Por qué sucede esto?’, se lamentó. Le miré de reojo, con el ceño fruncido: ‘Herz… Dime que me ha pasado…’, casi como un susurro, sin esperanzas de tener una respuesta de mi agrado. Sin mirarme, me respondió: ‘Papá me habló de ello… Es un hechizo muy poderoso, que normalmente se guarda en los espejos para proteger las casas solitarias de posibles magos malvados. Las almas corrompidas son fácilmente visibles, y con este hechizo se asegura que no puedan hacer ningún mal…’, se llevó las manos a la cabeza otra vez, y su voz cogió un tono entristecido, sin ganas de pronunciar otra frase. Sin embargo, continuó: ‘Por lo que tengo entendido, la marca de tu ojo no se irá hasta que tu vida se desvanezca… Cada día que pase, el color se irá volviendo más púrpura, hasta que, finalmente, se vea de color violeta’, no le dejé terminar la frase, me llevé las manos a los ojos, que habían empezado a llorar, sin mi consentimiento. Quizá por lo que me había contado Herz, o a lo mejor porque intuí lo último que tenía que decirme… Cuando mi ojo se torne violeta, mi vida expirará.

Gering volvió de su búsqueda con un pan bajo el brazo. No era mucho, pero evitaría que nos rugieran las tripas durante algunas horas. Ni mi hermano ni yo abrimos la boca mientras desayunábamos, y Gering no paraba de decirnos emocionado que era la última barra de pan que le quedaba al señor de la tienda y que por poco se queda sin ella. Luego, nos preguntó cuando volveríamos a casa. Herz le dijo: ‘Dentro de unos días Gering, de momento… Estamos de vacaciones’

Recogimos nuestras cosas y las metimos como pudimos dentro de las maletas. Vi que Gering me miraba fijamente, ‘Lei… ¿Por qué tu ojo se ha vuelto azul?’. Me quedé pensando un instante, ‘Lo he hecho yo, ¿verdad que es bonito?’. Gering se fijó otra vez en mi ojo, frunciendo el ceño. En un momento, su expresión cambió y sonriendo me dijo que le gustaba más azul.

Me acerqué a Herz y casi susurrando le pregunté si tenía dinero. Me dijo que lo último que le quedaba era lo que le dio a Gering para comprar el pan. En ese momento me puse muy nerviosa, las manos me empezaron a temblar repentinamente, y la herida parecía arderme intensamente. ‘¿Qué vamos a hacer, Herz?’; ‘Coge a Gering, iros corriendo hacia la estación y esperadme allí.’; ‘Sabes que no puedes usar tu magia para librarte de lo que te apetezca, si alguien se entera te van a…’; ‘¿Tienes alguna idea mejor? Calla y haz lo que te digo’

Cogí las maletas y sujeté con fuerza a Gering de la mano. Nos fuimos con sigilo hasta la puerta de la posada. La dueña me miró con ojos desconfiados y me preguntó donde me iba. Le dije tartamudeando que mi hermano pagaría la cuenta. Empecé a correr, entre las callejuelas malolientes y la gente. Al final legué a la puerta trasera del pueblo, donde no había vigilancia. La cálida luz del sol del mediodía nos esperaba fuera.

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