miércoles, 6 de agosto de 2008

Capítulo 1

No todas las mañanas son tranquilas...


Mi hermano ha llamado a la puerta, debe ser hora de levantarse. Ayer no dormí, me pasé otra noche estudiando. Mañana es el examen, necesito una buena nota para hacer felices a papá y a mamá. Papá está en la capital, trabajando para mandarnos dinero, y mamá con el abuelo, él ya no puede hacer todo lo que quisiera. Ahora estamos solos mi hermano y yo en casa. Vivimos en una pequeña casa de madera cerca del bosque, a unos cuantos quilómetros de la ciudad, donde viven los magos. Aquí solamente hay ancianos y poco más. En el pueblo hay solamente diez casas, las suficientes para que nos conozcamos todos y no tengamos nada que temer. La escuela está cerca, pero solamente voy una vez a la semana, los demás días tengo trabajo. Lo que me enseñan no es de mi agrado, me gustaría conocer algunos conjuros para poder vivir más cómodamente, pero en cambio solo aprendo a hacer pócimas inservibles.

Mi hermano siempre ha sido más listo que yo, desde pequeño siempre me ha sacado de apuros. Es 2 años mayor que yo, pronto cumplirá los 18. Me gusta su pelo rubio, es brillante y lleno de vitalidad, no como el mío, negro cual carbón que en llamas arde. Sus ojos son azulados, como el agua del río. Aunque no me gusta compararme con él, siempre que le miro descubro cuan diferentes somos. Herz, que así se llama, ya conoce más de 100 conjuros y encantamientos, cuyos poderes son asombrosos. Normalmente, en el colegio nos enseñan a preparar brebajes para curar enfermedades, o para proteger nuestro cuerpo de algún daño. Herz, en cambio, es capaz de dominar las acciones de la gente a sus anchas. Se ha especializado en el control del cuerpo humano, cosa que a muchos aterroriza. Con él puedo sentirme segura.

Herz siempre insiste con que aprenda lo máximo que pueda en el colegio, y además él mismo trata de enseñarme algunas cosas necesarias. Me contó que la magia está al alcance de todos, pero que la mayoría no saben utilizarla. En cada ocasión, la magia se utiliza de manera distinta, los magos con más experiencia simplemente alzan la mano hacia su víctima. En ella reside el poder, la fuerza y la voluntad para hacer lo que les plazca. En ocasiones, sin embargo, se utilizan dibujos, letras o incluso números. Esta sabiduría no la obtiene cualquiera, sino que se debe aprender en el instituto. En los pueblos pequeños como el mío solamente hay escuelas, donde uno aprende a hacer sencillas pócimas para vivir sencillamente. En la capital, en cambio, hay 3 institutos. Mi hermano fue al más humilde, económico y sencillo. Mi familia no puede permitirse otra cosa.

En el colegio también nos informan del estado del país. La mayoría de la población trabaja en el campo, no es fácil sobrevivir con otro oficio, ya que el rey se queda con el 90% del salario de los que trabajan en otros sectores. La gente pasa hambre cuando las cosechas no son buenas, los magos se refugian en su mundo para poder hacer lo que les plazca, y el rey se encierra en su jaula de oro, una jaula bella y sin temores, para olvidar a su pueblo que tanto sufre. Entre ellos, mi padre, que trabaja en la joyería, al lado del palacio. Él es quien pule los diamantes, da forma al oro y saca brillo a las piedras preciosas para la corona y ostros caprichos de nuestro querido rey. Mamá siempre le insiste para que deje el trabajo, ella no quiere darle todavía más lujos a ese desconocido sin alma al que hemos de llamar rey. Aunque, por desgracia, no quede otro remedio.

En el pueblo, sin embargo, se vive tranquilo. Esta mañana tengo que ir a casa de los vecinos para cuidar a su hijo, que acaba de cumplir 7 años. Se llama Gering, y tiene el pelo color zanahoria. Siempre que me ve cuando entro en casa me llama: "Leiden, ¡quiero enseñarte mi nuevo conjuro! ¡Ya verás que bueno!" Es muy alegre, nunca he visto a nadie con tanta energía

Al llegar a su puerta, cruzando el jardín de rosas blancas, vi enseguida que algo no iba bien. La puerta estaba entrecerrada, y el aire se colaba dentro de la casa. En el pomo no había ninguna llave, alguien que no era el propietario había entrado. Sin pensarlo, me acerqué a la puerta y con un gesto de temor intenté abrirla con la mano temblorosa. Aquel gestó no pasó de ser una sutil caricia, pues alguien me había oído al acercarme y abrió la puerta bruscamente. Me asusté, pero ni siquiera pude articular un sonido. Tenía delante de mí al intruso, un hombre de unos 50 años medio calvo con unas gafas de culo de botella. La nariz redonda particularmente grande y pronunciada le daba un aspecto amistoso, incluso cómico. Sin parpadear, me cogió del brazo y de un tirón me hizo entrar en la casa. Me soltó con tal fuerza que me di un golpe bastante fuerte contra la pared. Poniéndome la mano sobre el brazo que recibió el golpe, miré hacia la escalera, donde se encontraba Gering. El niño me miraba con cara de pánico, agarrándose a la barandilla con ambas manos. El desconocido se acercó a mi y me sujetó el brazo adolorido contra la pared. Con un grito de dolor, dije: <<¡Suéltame!>>.
El hombre, que iba vestido con una capa negra y una corbata color sangre, me miró con un gesto de desprecio y me empujó hacia el suelo. Se dirigió hasta el niño, que había empezado a llorar silenciosamente. Gering le dijo sollozando: "Deje a mi amiga señor Vordruck … Váyase de mi casa…". El hombre, con el rostro impasible, le cogió de la nuca y se lo llevó a la cocina. Yo, levantándome de un salto, subí hasta allí. Al verme, Gering, corrió hacia mí, dejando atrás al señor Vordruck. Aunque, para mi sorpresa, poco le importaba. Estaba preparando un conjuro, encima de la mesa de la cocina. Tenía preparadas hojas secas y huevos de colores extraños que jamás había visto. El niño seguía abrazándome, pero ya no lloraba. Me agaché para hablar con él. Tenía los ojos entrecerrados y me miraba fijamente. Con sigilo, le pregunté: <<¿Sabes qué es lo que quiere este hombre?>>, con un hilo de voz, no tardó en responderme: "El conjuro que me enseñó mi padre, el que prometí guardar. Por eso se fue mi padre, no quería que le encontraran". Vordruck se giró súbitamente y le dijo a Gering: "Dime, que más le falta?", el niño, que se lo pensó unos instantes, dijo: "guisantes fritos". Sin perder un segundo, Vordruck se puso a buscar desesperadamente por la cocina. Yo, que todavía estaba en cuclillas, casi me asusté al ver la cara de Gering. El niño se reía, con la boca entreabierta, con pequeñas carcajadas casi inaudibles. Sin tener que preguntar, Gering me rebeló: "Ni se lo imagina, lo está preparando mal… Y además lo de los guisantes es mentira...". Por mucho que fuera inocente, esa risa era demasiado visible y con una simple mirada, aquel hombre descubriría el engaño. Le hice una señal con la mano al niño, pidiéndole silencio. Si Vordruck lo descubría, ya podíamos darnos por muertos.

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